Ayer desperté con la noticia de la muerte de un pequeño de Olot que falleció a causa de la difteria que contrajo porque no había sido vacunado.
Decidí dar rienda suelta al pequeño vicio de sumergirme y pensar a solas en el silencio de la piscina a ritmo de brazadas, respiraciones y miradas a ninguna parte. Así, acariciada por el agua me dio por pensar en la “confianza básica”.
Cuando nace un ser humano depende absolutamente para todo de sus padres. El neonato es un ser frágil cuyo único objetivo es sobrevivir, aunque no lo sepa y a pesar de que no tiene apenas consciencia de su propia existencia. Para esto está en manos de otros.
En este momento crucial se gesta el vínculo más temprano e imprescindible consistente en: “Si no me alimentan me muero, lloro y viene alguien que sacia ese no se qué y con suerte me acaricia y me dice cosas, y se va pero siempre regresa. Luego ya no quiero que se marche porque ¿qué tal si ya no viene?”
Y el bebé confía en ese mundo que le ofrecen sus adultos, tampoco tiene muchas más opciones. De este sitio y claro, en el mejor de los casos, viene la confianza básica, la capacidad de ir por la vida sin temer una catástrofe que nos destruya a cada momento.
No sólo de leche de teta vive el niño, ni de mimos ni de paciencia, ni de palabras. Necesita que su confianza se justifique con cuidados médicos, incluso con vacunas en forma de pequeños y desagradables pinchazos que evitarían que muera de enfermedades prevenibles.
Para hacer lo mejor por nuestros hijos no basta con buenas intenciones y convicciones.
Y vuelvo a la confianza, esta vez en las autoridades sanitarias. No todos los ciudadanos están capacitados para tomar decisiones acerca de qué enfermedades evitar y cuáles no. Y a mi entender, ante la posibilidad de crear un problema de salud pública y la catástrofe sanitaria que supone que las decisiones de unos socaven el derecho de otros a la salud, ninguno tendríamos que poder elegir si vacunar o no a nuestros hijos si queremos que convivan con el mundo.
Cada criatura tiene derecho a poder interactuar con otros sin que sus familias crean que esto puede suponer un riesgo para su salud y su vida y sin significar un riesgo para nadie.
Necesitamos poder confiar.
Los niños requieren poder crecer sanos y es absurdo renunciar a recursos que están disponibles para ello. Si renunciamos a cuidar de su salud traicionamos la fe ciega de aquel bebé que sabía sin saber, que haríamos lo que fuera por mantenerlo con vida hasta que pudiera decidir por sí mismo.
Por favor vacuna a tus hijos.